ENSAYO SOBRE TATUAJES DEL VIENTO‏

LA VIDA PARTIR DE LA MUERTE
La muerte nos acompaña, nos persigue, nos preocupa; es nuestra eterna compañera y no podemos escapar a ella, no solo porque nos llegará el momento de tenerla con nosotros, sino por todas las personas que vemos morir cada día y también, con toda posibilidad, las que mueren para que nosotros vivamos mejor.

Obviamente, a la mayor parte de nosotros nos es indiferente la muerte de muchas personas, únicamente cuando lo vemos en la televisión con bastante crudeza o muere alguien cercano tomamos conciencia de lo que es.

Normalmente no pensamos en ella, hasta que ya es demasiado tarde, no solo hay que aceptarla y asumirla, sino vivir con ella y tenerla siempre presente.

Mucho se ha escrito y varios temas se han creado en torno a ella; tal es el caso de la Divina Comedia, obra escrita por Dante Alighieri, ésta obra clásica nos muestra la muerte desde diferentes mundos: el infierno, el purgatorio y el cielo, nos ejemplariza de una manera muy analógica la vida vista con los ojos de la muerte, es decir, nos enseña que así como en la muerte hay varias fases para llegar a un estado supremo que es el cielo, en la vida también hay varios “pasos” para llegar a esa felicidad tan anhelada.

En esta obra, los pecados y tentaciones de los personajes son comparados con los de la vida propia, la lujuria, soberbia, avaricia entre otros son nombrados allí.
La muerte es necesaria para recordarnos todas las cosas importantes que tenemos en nuestras vidas y tener presente que puede llegar a cada momento, nos hace mucho más fácil perdonar, olvidar, darnos cuenta de las estupideces que nos obsesionan y nos hacen desperdiciar nuestras vidas, pero especialmente nos recuerda su presencia, lo tremendamente importantes que son determinadas personas para nosotros y como creemos que no podríamos vivir sin ellas.

Hay un concepto que se debe tener presente sobre la muerte y es aceptarla. Aceptar que muchas de nuestras personas más queridas morirán algún día, y otras sin esperárnoslo. Pero no sólo eso, cada día que vivimos algo muere en nosotros, vamos perdiendo progresivamente la fe ciega en muchas cosas, Mueren las amistades, mueren los amores, mueren las esperanzas y mueren los deseos, Mueren millones de cosas, día a día, poco a poco y muchas veces de forma imperceptible. De algún modo todas esas muertes nos transforman, nos vuelven más indiferentes, más cínicos ante todo.

A lo largo de la historia, podemos notar dos posturas frente a la proximidad de la muerte. Una de ellas es el rechazo al proceso de transición a la muerte, que es el sufrimiento; viendo en este paso un castigo. La segunda postura es una visión ligada a las creencias religiosas de diferentes partes del mundo, siendo la muerte no un castigo, sino un descanso.

LA HORA DEL DIABLO


En la obra de Fernando Pessoa, La hora del diablo, se dice que el sueño “Es una acción convertida en idea; y por ello conserva la fuerza del mundo y rechaza la materia, que es el estar en el espacio” y se dice “Corrompo es cierto, porque hago imaginar. Pero es peor es Dios; cuando menos, en un sentido, porque creó el cuerpo corrompible, lo cual es mucho menos estético. Los sueños, al menos, no se pudren. Pasan”; es por esto, que quiero hacer referencia a lo “bueno” y lo “malo” que son personificados por seres como lo son Dios y el diablo.
Desde que nacemos, escuchamos y aprendemos diferentes términos que se convierten en cotidianos y cuyo uso se presta para diferentes situaciones. Dos de esos términos son el bien y el mal.

Normalmente utilizamos estas dos palabras como si tuvieran vida propia.
Para “el bien” existe una personificación muy difundida en el mundo: Dios. Por otro lado, “el mal” es personificado por el diablo.
Usualmente si algo bueno sucede o consideramos alguna acción como digna de ser calificada como buena, automáticamente es atribuida a Dios. Y lo mismo para la asociación del mal con el diablo. Pero esto no constituye más que una abstracción necesaria para muchos en el sentido que permite separar unas acciones de otras.
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano fue creando gradualmente seres imaginarios que, en una etapa inicial, representaban a la naturaleza misma, y posteriormente otros seres que cubrían necesidades y aplacaban temores. Con esto, fueron atribuyéndose poco a poco características y comportamientos humanos a estos seres.
Ahora, el concepto religioso del bien y el mal es absoluto, es decir, tajante y con fronteras muy delimitadas. Y es este el gran problema.

El concepto religioso define el bien como las cosas que ha mandado Dios que hagamos, y el mal como las que no. Todo esto se basa principalmente en libros como la Biblia.
Claro, decir que amar a los padres es bueno, es algo que nadie puede negar. Y lo dice en la Biblia. Pero, aprobar la esclavitud o la venganza es algo que se considera universalmente como algo malo. Sin embargo, el Dios de la Biblia ordena estas dos cosas.

Como podemos ver, la concepción religiosa del bien y el mal es muy subjetiva y altamente contradictoria.
Por otro lado, el bien y el mal se pueden analizar mejor desde un punto de vista de que la moral es un producto de la evolución del comportamiento humano: normas consensuadas que permiten un mayor beneficio y menor perjuicio a cada individuo que vive en una sociedad dada.

El bien y el mal son conceptos relativos y percibidos como tales (es decir, como bien o como mal) según la óptica de cada grupo cultural o social.
Si una persona hace daño a otra está mal, porque consensualmente ha sido determinado así, pero no quiere decir en lo absoluto que dicha persona ha sido movida por algún ente maligno portador de todo el mal existente.

El bien y el mal no son algo palpable ni algo que exista como tal. Son sólo conceptos relativos y que solo tienen sentido bajo el razonamiento humano. Son abstracciones creadas para clasificar formas de comportamiento o causas de este. Son conceptos tan relativos como el frío o el calor, o lo claro o lo oscuro.
Lo que debemos dejar de hacer es pensar que el que hace el bien está guiado por algún ente portador de todo el bien del mundo, y el que hace el mal lo está por algún ente portador de todo el mal. Esta actitud sólo genera odios, discriminación y más ignorancia de la que ya existe en este mundo.

RELATORIAS

NATURALEZA DE LA LITERATURA
La literatura por medio del lenguaje crea mundos, es poesía en tanto a su sensibilidad, dándole una forma estética al mundo. La realidad es una expresión viviente que la poesía que recrea sin necesidad de la razón. Interpreta el mundo, y la complejidad de dicho análisis depende íntegramente de la experiencia.
La literatura es arte, el arte es la expresión de los más altos sentimientos del hombre, su fuerza individual y conciencia histórica. El arte es un sustantivo de acción, de fuerza y sensibilidad. El arte imita, crea, identifica, y comprende la realidad.

La literatura es lenguaje y el lenguaje de la literatura son las imágenes que transcriben la realidad, los símbolos que devuelven lo humano a la naturaleza. La literatura es la expresión material del lenguaje y en sus figuras se encarna la imagen del mundo experimentado.
La literatura no es la revolución del colectivo, diariamente la sociedad se incorpora a procesos económicos globales. Y la única ventana natural a la identidad es la literatura. Donde el hombre, piensa, hace, imagina y siente. Quizá no tenga sentido, pero la vida no debe trascender de manera plana, lo vivido debe expresarse.

FUNCIÓN DE LA LITERATURA
Cuando se lee poesía se puede decir que la literatura sirve para poder comprender ciertas cosas que resultan, si no inexpresables, difíciles de poder verbalizar.
Qué condiciones generan los giros de nuestra imaginación es una cosa muy compleja, condiciones vitales, sociales, etc, en ese sentido, la literatura le sirve a los estudiosos para encontrar signos que le permiten tener una lectura de esas condiciones.

La literatura sirve para lo que cada autor o lector decida, quizá sea para expresar, reconstruir, reflexionar, transformar o entender aquello que le llame la atención.
“La literatura de fantasía es “ficción”, una artística, verbal “imitación de la vida”. Lo contrario de “ficción” no es “la verdad” sino “hechos” o “la existencia en el tiempo y en el espacio”. Los “hechos” son más extraños a la literatura que la probabilidad con que ésta ha de habérselas”.

TEORÍA, CRÍTICA E HISTORIAS LITERARIAS
Existen tres conceptos que reúnen los elementos significativos derivados de los estudios literarios. Tales conceptos son: teoría, Crítica e Historia Literaria. Éstos, desde su específica forma de abordar la literatura, ilustran y concretan el estudio particularmente general de los múltiples problemas literarios.

La teoría literaria, como cuerpo conceptual, busca elaborar un esquema general mediante hipótesis, leyes y relaciones entre los elementos que conforman la creación literaria –elementos (autor, lector, texto y contexto) que estructuran la comunicación literaria-. Por su parte, la crítica literaria se define esencialmente como una aproximación o lectura más o menos rigurosa de una obra o período de la literatura. Es sin duda la crítica la más subjetiva de las reflexiones sobre la literatura y, en consecuencia, la que con mayor insistencia está sometida a las consideraciones sociales y sus derivadas formas. En tanto que la historia literaria se encarga de los problemas surgidos en el momento de catalogar y periodizar bajo diversos criterios (cronológico y/o temático) las innumerables obras literarias, los autores, los variados estilos y los pormenores de los elementos constructivos que diacrónicamente sustentaron la aparición de una obra.

Sin lugar a dudas, estas discontinuidades conceptuales en apariencia que están insertas en la actualidad dentro de los estudios literarios, son irrevocablemente interdependientes. Vale la pena hacer notar las íntimas circunstancias que las relacionan. La historia depende de la crítica, en la medida que ésta recurra a las consideraciones y las conclusiones sutilmente subjetivas de aquella. Alguien podría decir que la historia se refiere a los hechos fríos e indelebles acaecidos en el pasado remoto, pero caería sin remedio en el error de generalizar en la reconstrucción que el historiador hace de “ese o aquel” tiempo pretérito; es decir, los valores de la historia, en este caso literaria, los otorga en último momento cierta selección que en el proceso de inclusión y exclusión de obras verifica la participación de criterios elaborados de antemano como marco o base conceptual que sirva de fondo a la perspectiva, la mirada que el historiador de la literatura da sobre su material de estudio. Desde luego, si los hechos fuesen solamente remotas circunstancias absolutas, la historia no sería más que un catálogo de memorias y carecería del criterio que da el análisis de los eventos que la produjeron.

En cuanto a la teoría literaria, podemos apreciar las estrechas relaciones que guarda con la crítica y la historia. Esto ocurre básicamente por el hecho de que entre estos conceptos existe un alto grado de complementariedad sustentado desde sus contenidos aparentemente particulares. Finalmente, diremos que los estudios literarios tienden a ensanchar su entorno de acción en la medida que incluyan en las consideraciones que le son propias, aquellas miradas o perspectivas que partan ya no desde una reflexión externa y separada del objeto de estudio, sino desde las interrogantes y búsquedas planteadas en el propio texto literario. Dicho de otro modo, a partir del momento en que, por ejemplo, con su obra el autor –como elemento de la comunicación literaria- se convierta en un agudo crítico de la metodología empleada para confrontar el análisis literario y aporte su considerable experiencia a la creación de una nueva visión de los estudios literarios, encontraremos indicios claros que nos convoquen a pensar en el final de unas fronteras conceptuales necesarias solo a la hora de problematizar las relaciones entre los estudios literarios y su objeto de estudio.

ANGELA BECERRA


Ángela Becerra Acevedo nace en Cali, Colombia, en 1957. Estudia Diseño Publicitario y Comunicación y, hasta 1988, trabaja en agencias de publicidad de Cali y Bogotá, primero como redactora y más tarde como directora creativa.

Ese mismo año llega a España y fija su residencia en Barcelona, donde ejerce durante trece años como vicepresidente creativa de una de las agencias de publicidad más relevantes de España, consiguiendo numerosos premios por sus múltiples trabajos creativos.

En abril de 2000 y en pleno éxito profesional, deja sus veinte años de carrera publicitaria para dedicarse de lleno a la literatura.
En junio de 2001 publica su primer libro Alma abierta, un libro en el que la autora desgrana en este libro las preocupaciones, los sueños y las sensaciones de una mujer actual.

Pero es en 2003 cuando se publica su primera novela De los amores negados en su Colombia natal. Al año siguiente se edita el libro en España cosechando buenas críticas y siendo un éxito de ventas y obteniendo el Latino Literary Award 2004, en el apartado de novela romántica; galardón que otorga la comunidad latina de Estados Unidos en el marco de la feria Book Expo América.

En 2005 obtiene el Premio Azorín con la novela El penúltimo sueño.

BIBLIOGRAFÍA
• Ella, que todo lo tuvo, 2009
• Lo que le falta al tiempo, 2007
• De los amores negados, 2004
• El penúltimo sueño, 2005
• Alma abierta, 2001

Jaime Jaramillo Escobar


Conocido durante la época del Nadaísmo como X-504, es quizás el poeta colombiano vivo mas notable de estos menguados tiempos para la poesía. Nacido en Pueblorico, en 1932, pasó su niñez y juventud en diversos pueblos de las montañas de Antioquia, donde coincidió en la escuela con Gonzalo Arango, el mítico fundador del Nadaísmo, movimiento que debe hoy su existencia a la perdurable obra de este hombre tímido y culto, que alejado de todos los ruidos del mundo, vive en Medellín, pobremente, de ofrecer talleres de poesía hace ya casi veinte años. Jaramillo Escobar es autor de un solo y aumentado libro que todavía se titula Los poemas de la ofensa. Esta entrevista fue concedida en Medellín en casa del poeta a mediados de este año.

Las coincidencias no las aceptan los psicoanalistas. Por tanto, no hay coincidencias. Entonces digamos que son cosas que pasan. Fue una época en que los colegios de bachillerato, así fuera en un pueblo, tenían un sentido intelectual, era el bachillerato clásico, y los estudiantes leíamos en una pequeña biblioteca y ahí nos encontrábamos para comentar los libros con gran seriedad, porque en ese tiempo un muchacho de catorce años se consideraba un hombre. Gonzalo Arango y yo, aunque estábamos en grupos diferentes (él me llevaba un año de ventaja en el bachillerato y en la vida), nos encontrábamos en los libros. Había en su casa, en el solar de su casa, que tenían y aún tienen en los pueblos las familias, un kiosco que él mismo construyó para aislarse a leer con algunos compañeros. Esa amistad se hizo por los libros, por las lecturas. Y después duró toda la vida. Porque los libros siempre son nuestros mejores amigos y son los que arman, organizan nuestras mejores amistades. Fue entonces así como nos encontramos.
Yo tenía un periódico de colegio, que circulaba además en el pueblo, hecho en mimeógrafo, y para el cuarto centenario de Cervantes le pedí a Gonzalo Arango que escribiera algo para el periódico. Su primer artículo, su primera página escrita fue sobre el Quijote, publicada en ese periodiquito del que hoy no queda memoria. Después él vino a Medellín a terminar su bachillerato en la Universidad de Antioquia, porque eso le facilitaba el ingreso a la carrera de abogado, que era la más común en ese tiempo para un país de litigantes, y entonces nos separamos hasta que yo volví a Medellín y lo encontré trabajando en la biblioteca general de la Universidad y para la revista, de la cual era secretario de redacción. El director de la biblioteca era el doctor Abel Naranjo Villegas. Gonzalo escribía reseñas y hacia prácticamente todo. Yo colaboraba con él porque tenía tiempo disponible, le ayudaba a corregir pruebas de la revista y él me retribuía dándome acceso a la parte de la biblioteca que estaba vedada para los estudiantes, porque ahí se encontraban los escritores del Índice en compañía de Satanás.

Usted nació en Pueblorrico.

Sí, yo soy de Pueblorrico, en el suroeste antioqueño. Estuve allí hasta los tres años solamente. De ahí la familia se trasladó a Urrao, porque mis padres eran de allá. De esos primeros tres años tengo unos pocos recuerdos, entre ellos la violencia. Porque en esa época también había una guerra que era de tipo político-religioso y por eso mis padres tuvieron que cambiar de residencia. En Urrao vivieron poco tiempo y después pasaron a Altamira, corregimiento de Betulia. Mis recuerdos más lejanos son de la violencia política y religiosa. Que ha existido en Colombia siempre.
En Altamira hice tres años de escuela primaria y el último en Betulia. El maestro que me enseñó a leer y escribir, don Gabriel Caro Urrego, vive acá en Medellín. Algunas veces me veo con él, o hablamos por teléfono, Tiene 85 años, monta a caballo, baila, canta, toca instrumentos de cuerda; está más joven que yo.

Es entonces allí donde usted comenzó a comprar suplementos literarios por kilos.

Sí, eso fue en Altamira, durante la escuela primaria. No había carretera, y se necesitaban dos días para venir a Medellín, una parte del trayecto a caballo y otra en un ferrocarril que ya no existe. Para envolver velas y jabón y otros abarrotes, algunos tenderos llevaban de Medellín bultos de periódicos y revistas viejos. Los miércoles llegaban los arrieros con sus cargas, entre ellas los bultos de periódicos, y yo estaba muy atento para ir a una tienda en especial donde compraban grandes cantidades de papel periódico y el dueño me permitía extraer los suplementos y me los vendía por kilos. Entonces yo tenía todos esos suplementos, que en ese tiempo eran muy buenos. Conocí en parte la literatura y la poesía brasileña por suplementos literarios de Bogotá. Tenía para leer toda la semana. Ese fue mi inicio en la poesía y en la literatura. Recortaba de esos periódicos poemas y los pegaba en unos álbumes de los cuales todavía conservo algunos que le voy a mostrar.

¿Cuáles otros poetas leyó en ese tiempo?

Además de los poetas que se publicaban en los periódicos y revistas, estaba la célebre colección de Simón Latino que después usted ha reeditado con La Gran Colombia de Bogotá. Esos cuadernillos fueron muy importantes en América porque llegaban a todas partes, así fuera el pueblito más lejano, a donde viajaban a caballo después de varios días de camino. Además había otros cuadernillos baratos, que se conseguían con los cacharreros que iban de vez en cuando al pueblo. Junto con los periódicos era lo principal que yo tenía a mi disposición para leer y esa fue mi escuela de poesía.
En realidad creo que nadie me enseñó nada sobre la poesía. Yo nací aprendido, porque desde el primer momento en que empecé a leer y escribir tuve una comprensión total que hoy, después de diecinueve años en talleres de poesía, encuentro muy escasa en los compañeros de grupo. Tenía esa intuición desde muy pequeño, desde que tengo memoria, desde que aprendí a escribir. Por eso le he dicho a mi maestro de escuela que él fue quien me enseñó a escribir poesías.

¿Usted leyó la Biblia?

Leí la Biblia porque le pedí al cura del pueblo, el padre Morales, Aureliano Morales, que si me la podía prestar. En ese tiempo se consideraba que los niños no la sabrían leer. Pero este padre, a pesar de ser época de rigor extremo en cosas de religión, tuvo la intuición de prestarme su Biblia, un ejemplar de lujo, empastado en cuero rojo, para un niño de manos sucias. La tuve el tiempo que la necesité, que no fue mucho, se la devolví y nunca le pregunté nada, porque no necesité preguntarle, excepto que me tradujese unas palabras del Latín. Desde entonces ha sido un libro maravilloso para mí.

¿Cuáles serían los autores que más leyó en su juventud?

El más importante en ese tiempo fue Porfirio Barba-Jacob, mi primer maestro de poesía porque era el que estaba en todas partes. Sabía de memoria sus poemas. Los recitaba por esos caminos, que eran trochas. No he dejado de leerlos. Además de eso estaban los poemas de León de Greiff. Sí, admiraba mucho a León de Greiff y me aprendí sus poemas más conocidos entonces. Años después tendría el gusto de hacer su último libro, el "Libro de Relatos". Él hizo la selección; se lo voy a mostrar. Esa edición la hice en Bogotá. Fui amigo de León en sus últimos dos años de vida. Antes no. Yo lo veía en Bogotá y le tenía miedo. Se decía que era mejor no arrimársele porque uno podía salir regañado. Lo miraba de lejos con mucho respeto, con admiración por su poesía, pero no me atreví a acercármele hasta el día que decidí hacer ese libro. Fue cariñoso conmigo, muy querible, tengo un bello recuerdo de ese tiempo. Lo mismo me pasó con Ciro Mendía, a quien también leí en esos años de que estamos hablando, y tuve igualmente el gusto de hacer su último libro, aproximadamente dos años antes de su muerte. Fue también un amigo muy querido; ya estaba ciego en ese tiempo. Me decía Jaimito, con delicado cariño. Eso en él parecía extraordinario, porque era un hombre fuerte, que no acostumbraba demostrar su afecto con diminutivos. Esos dos maestros fueron y siguen siendo muy importantes para mí, como son siempre todos los maestros en la vida de cualquier escritor que quiera estar despierto mientras vive.

¿Y los poetas del Brasil?

Desde luego, Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes. y todos sus contemporáneos. Aparecían aquí en buenas traducciones. Después llegaron las de Ángel Crespo, y luego en Bogotá, más tarde, estudié portugués con doña Norma Ramos y pude relacionarme mejor con la poesía del Brasil y Portugal. También conocí a Walt Whitman, traducido al portugués en versos cortos.

¿Cómo era ese Gonzalo Arango de su juventud?

Gonzalo era un hombre de fuego, él tenía su propia energía. Coincidíamos en muchas cosas: el amor por la Naturaleza, la afición por el río, y la breve selección de autores. Acostumbrábamos ir al río, porque el colegio de bachillerato de Andes queda en la orilla del río San Juan. Allá hay unos charcos donde íbamos a bañarnos desnudos. Los pantalones de baño eran escasos, caros y feos, y en realidad no se necesitaban. Nos pasábamos todo el día comiendo guayabas y leyendo clásicos, y también improvisando discursos. Discursos no políticos, sino literarios, con nuestros pocos conocimientos, que hoy en día me parecen muchos, pues hacíamos discursos sobre literatura griega. Le hablábamos al río porque allá nadie nos oía ni nos regañaba. El río es ruidoso, tiene muchas piedras. En esa época existía el culto por la elocuencia, y nosotros queríamos ser elocuentes. Era muy lindo ser elocuente. Ahora los poetas ni siquiera saben leer.

¿Dónde está usted, qué lugar ocupa en la fundación del Nadaísmo?

Gonzalo Arango funda el Nadaísmo en Medellín, en agosto del año 58, con un grupo de amigos. En ese tiempo yo vivo en Cali, y de pronto aparece allí Gonzalo con su proyecto del Nadaísmo. Me entero, voy a encontrarme con él, y él convoca a unas reuniones de jóvenes para incitarlos con su propuesta. Allí aparecen Jotamario Arbeláez, Diego León Giraldo -ya fallecido- y otros más. Nos hacemos todos muy amigos, un grupo que perduró el resto de la vida. Leemos los manifiestos y nos identificamos con el pensamiento de Gonzalo, con sus propósitos en ese momento. Desde luego, me considero en el grupo inicial del Nadaísmo.
Yo había ido en el año 53 a Bogotá, de Bogota fui a Cali aproximadamente en el 56, y trabajaba en las computadoras de la época. Parecían ballenas que tragaban tarjetas perforadas. En Cali estuve hasta el 62 y regresé a Bogotá. Pensaba que en Bogotá podría tener más facilidades con respecto a las cosas que siempre me han interesado. Allá edité con Gonzalo los ocho números de la revista “Nadaísmo”.

¿Cómo son los recuerdos de ese Cali de entonces?

Para mí son espléndidos, nadando en las piscinas, en los ríos. Total, que yo identifico a Cali con el agua. Todos los poemas que hasta ahora he publicado fueron escritos en Cali. Nunca he escrito un poema fuera de Cali, en donde he vivido varias veces. La primera, en la época del Nadaísmo. La última, antes de venirme para Medellín en el año 85. Cali tuvo para mí una magia, un encanto, un misterio. Se origina en que cuando yo estaba niño, en Antioquia, oía hablar de que los antioqueños, aventureros, se iban para el Valle del Cauca y allá vivían una vida muy distinta a la de Antioquia, empezando por la geografía. Desde ese momento el Valle empezó a atraerme con algo que a la vez era un poco peligroso o malévolo, en regiones de frontera. Aún los antioqueños andaban por toda Colombia abriendo espacios, y como a mí me habían dicho que el diablo vivía en Cali, por eso me fui para allá.

Ahora regresemos a Walt Whitman.

Como te dije, había leído de niño la Biblia. No la lectura que hacen los Testigos de Jehová, ni la lectura dirigida que se hace en las casas. Ni la lectura religiosa, sino la lectura histórica y literaria. Contaría catorce años en ese tiempo. Entonces, cuando me encuentro con Walt Whitman, que tiene su origen en el versículo, veo la gran voz que siempre he creído que debe ser la poesía. La gran voz de la humanidad.

¿Cuando usted escribe "Los poemas de la ofensa" lo hace de manera deliberada, en el sentido de que desea crear una ruptura con la tradición poética colombiana, o fueron actos aislados, fortuitos?

Aunque me había criado con la métrica y la manejaba muy bien, ya para entonces estaba claro el predominio de otras formas en la poesía. Pero el problema no es de forma, sino de concepto y contenido. Ya te dije que mi psicoanalista no acepta las casualidades. Una vez que nació una plantita inesperada en mi jardín, él empezó a buscar razones lógicas para que así hubiera sido.

Hablemos ahora del seudónimo, de ese seudónimo X-504, que usó usted durante mucho tiempo.

Ese seudónimo, para sorpresa mía, se ha conocido en muchas partes. La traducción que Pablo Hecker Filho hizo en Porto Alegre conserva el seudónimo, y tengo recortes de periódicos del Brasil que también prefieren utilizarlo. Hoy creo que, excepto por motivos periodísticos, sólo se llega a ser escritor cuando se es capaz de firmar con nombre propio. De todos modos, corresponde con el número de mi cédula de ciudadanía. Gallina lo pone.

Hay varias versiones de cómo ganó usted el premio de poesía nadaísta Cassius Clay.

Cuando se publicaron las bases yo vivía en Barranquilla. El concurso se convocó en Bogotá, y como tenía ese libro inédito hacía años, pues lo mandé a ese concurso. Era una época en que no había muchos concursos de poesía, nunca ha habido muchos concursos de poesía en Colombia. Me pareció que, siendo un concurso del Nadaísmo, yo podía enviar mis poemas, los envié y me olvidé de eso hasta el día en que me llamó Gonzalo Arango para avisarme, o tal vez lo vi en la prensa, no recuerdo bien. Fue una sorpresa. Desde luego, me invitaron a Bogotá para la entrega del premio, que eran cinco mil pesos, pero no me pareció que el viaje se justificara. Hasta hoy, que usted me lo dice, ignoraba que existieran “versiones”.

¡Dicen que usted escribe desnudo!

Yo solamente puedo escribir desnudo; no puedo escribir vestido. Cuando se publicó que yo escribía desnudo, los periodistas púdicos empezaron a decir que eso significaba que escribía desnudo de prejuicios. Siempre he estado desnudo de prejuicios, pero cuando digo que escribo desnudo quiero decir en peloto. La ropa es un disfraz, una cobertura que nos ponemos para aislarnos. Siempre vivo desnudo, porque no tengo nada qué ocultar

EL IMAGINISMO

El Imaginismo es un movimiento literario angloamericano. Surgió como reacción al formalismo, en 1910-17, su fundador fue Ezra Pound, nacido en EE.UU. en 1885 y muerto en Venecia en 1972. Los fundamentos de la escuela imaginista fueron enunciados en 1914 por Pound, en Des Imagistes, An Anthology. El imaginismo basa su argumentación en la idea de la imagen como impresión directa de los sentidos, mediante el color y el ritmo sobre todo elemento formal y en total oposición a la tendencia futurista. Fue secundado por Amy Lowell, T. S. Eliot, Huxley y D. H. Lawrence, entre otros, como por ejemplo Auden, con este poema “Melancolía de funeral”:

Para todos los relojes, corta el teléfono,
impide que el perro ladre con un hueso jugoso.
Silencia los pianos, y con tambor amortiguado,
trae afuera el cajón, deja que los afligidos vengan.
Deja que los aviones circulen gimiendo por encima,
garabateando en el cielo el mensaje “él esta muerto”.
Pon grandes cintas alrededor de los blancos cuellos de los cisnes.
Deja que los policías de trafico usen negros guantes de algodón.
Él era mi norte, mi sur, mi este, y oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso de Domingo,
mi mediodía, mi medianoche, mi habla, mi canción.
Pense que amor duraría para siempre. Estaba equivocada.
Las estrellas no son deseadas ahora, apaga todas y cada una.
Envuelve la luna y desmantela el sol.
Vuelca el océano y barre la madera.
Porque ahora nada podría hacer ningún bien.

GERMAN ESPINOSA


El 30 de abril de 1938 nació en Cartagena de Indias Germán Espinosa, el autor colombiano que a lo largo de su vida supo construir, a través de una gran cantidad de poesías, ensayos, cuentos y novelas, una sólida trayectoria que lo llevó a convertirse en uno de los principales escritores de su país luego de Gabriel García Márquez.

Tras debutar en el mundo literario con obras como el poemario “Letanías del crepúsculo” y las novelas “La lluvia en el rastrojo” y “Los cortejos del diablo”, Espinosa sumó a su producción títulos como “La tejedora de coronas” (libro considerado por la UNESCO como una de las creaciones literarias “más representativas de las letras humanas”), “El magnicidio”, “Los doce infiernos”, “El signo del pez”, “Los ojos del basilisco”, “Sinfonía desde el Nuevo Mundo”, “La tragedia de Belinda Elsner”, “La balada del pajarillo”, “La aventura del lenguaje”, “Quien se aleja soy yo”, “Torquemada, el fraile diabólico” y “Aitana” (inspirada en quien fuera su esposa por más de cuarenta años, la pintora Josefina Torres), entre otros.

Como reconocimiento a su talento a la hora de escribir, este colombiano que, además de publicar libros, adquirió experiencia en el medio televisivo, trabajó para diversos periódicos y agencias de noticias, y ejerció tareas diplomáticas en Nairobi y Belgrado, fue distinguido en 2002 con el Premio Nacional de Literatura y, dos años después, el gobierno francés lo declaró Caballero de la Orden de las Artes y las Letras.

La muerte de este autor que logró ser traducido a una gran cantidad de idiomas tales como el francés, el alemán, el italiano y el inglés, se produjo el 17 de octubre de 2007 en una clínica de Bogotá, donde Germán Espinosa, quien desde hacía un tiempo sufría un cáncer en la lengua que le impedía hablar, había ingresado a causa de una neumonía.

PABLO MONTOYA

Pablo Montoya nació en Barrancabermeja, Colombia en 1963. Es Poeta, narrador, músico y profesor universitario.

En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana.

Realizó estudios de música en la Escuela Superior de Música de Tunja. Hizo una licenciatura en Filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás de Aquino. Igualmente, una maestría y un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Sorbona (París).

Sus cuentos, sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus artículos de música y literatura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de Colombia, Latinoamérica y Europa. Actualmente es profesor de literatura de la Universidad de Antioquia y es el representante de Colombia ante el Comité Internacional de la Colección Archivos de la UNESCO.
Obras publicadas: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999 y 2004), Viajeros (1999), Razia (2001), La sed del ojo (2004).
La luz del vagón se estrella contra mis ojos. Me paro con torpeza. Desciendo. En el andén me sacudo para despertarme completamente. Bérault, leo en los avisos de letras blancas sobre fondo azul. La lucidez va llegando a pedazos y saco el mapa del metro. Empiezo a buscarme en él. Dónde me he dormido, me pregunto cuando un tren penetra en la estación. Trato de caminar. Los pies no me responden. Los siento enormes, pesados. Doy tres pasos, tropiezo y caigo en medio del vagón. La vergüenza de ser visto por los pasajeros me hace levantar de inmediato. Miro en derredor. Nadie se percata de mí. El timbre suena.

Tengo el tiempo suficiente para decidir mi rumbo, como si el invisible maquinista estuviera a la espera de mi resolución. No sé por qué vuelvo a descender. Pasan varios segundos. El ruido del tren se pierde en los túneles. Soy el único en la estación y, por un momento, me agrada estar solo. Respiro con amplitud el aire de Bérault. De pronto, pienso que el servicio del transporte ha terminado, porque los minutos continúan y nadie llega. El silencio me parece una cuerda tensa dispuesta a romperse. Pero, viniendo de lejos, un sonido emerge. Lo siento crecer, poco a poco, hasta que el tren aparece vomitado por la oscuridad subterránea.

El maquinista me mira cuando pasa a mi lado. Los vagones no se detienen. Vacíos, siguen de largo. Algo en mí se altera. El presentimiento surge. Aunque no es miedo, sino una intuición que apretuja mi pecho. Un instante más tarde, el tren de la vía contraria entra y para. Hay diferentes cabezas tras las ventanillas. Sólo una se voltea hacia mí en el momento de la detención. La certeza del reconocimiento es fulminante. Recorro, para cerciorarme, los vagones. La gente lee, duerme, conversa. Antes de llegar a la ventanilla, situada al frente mío, me doy cuenta de que mis dedos, de manos y pies, están encogidos. Confuso, veo un aviso publicitario sonreír, y quiero creer en esa felicidad plasmada en la pared y no en el hombre que está inmóvil, más allá, mirándome. No puede ser verdad, me digo. Entonces, el pito suena como un estruendo en la concavidad de la estación. Impulsivamente me levanto. Hago una señal. Le grito que no continúe, que baje y me espere. El tren arranca. Él gira hacia atrás su cabeza y levanta una de las manos. Una ansiedad súbita llena de calor mi cuerpo. No es cierto, fue hace más de diez años, me repito. Como si obedeciera una orden repentina me arrojo a la carrilera. Con tres pasos largos alcanzo la otra orilla. Los minutos son extensos en la espera. Tengo una posibilidad: seguirlo. Es lo que ha dicho, además, con su mano. Tal vez lo encuentre. Me aferro con frenesí a esa alternativa del azar. Otro tren irrumpe. Las puertas se abren desde adentro. Una mujer duerme, apoya su cabeza sobre la ventanilla, y la saliva asoma por la comisura de los labios. Alguien más, sin rostro, lee una revista. Nadie percibe la desesperación de mis gestos. Y de nuevo son los túneles. Las ruedas mordiendo los rieles. Y yo ruego por la aparición de una circunstancia milagrosa que produzca el encuentro.

En St-Mandé abro las puertas. Inspecciono. Acaso esté saliendo, me digo. Quizá pueda verlo sentado en una de las bancas, esperándome. Observo hacia el otro lado. Es probable que se haya pasado, que yo vaya tras él en la dirección contraria, como si estuviéramos jugando a perseguir y jamás alcanzar. Pero ningún rostro tiene algo suyo. En Nation, el timbre siempre tronando, una intuición acelerada me hace girar hacia uno de los rincones del andén. Antes de voltear en una de las salidas, reconozco su espalda, el color café del vestido. Salgo. Las puertas se cierran. Me aprisionan medio cuerpo. Grito. Mi voz se opaca con el ruido del motor. Un hombre desde adentro se levanta y me ayuda a liberar. Siento los brazos encalambrados cuando las puertas, a modo de tenazas, me sueltan. No debo perder ni un segundo, ni siquiera pretendo agradecer. No obstante, levanto los ojos hacia quien me ha auxiliado, y escucho con claridad que me dice: ¡apresúrese! Mi corazón se desboca. Llego al final del andén. No hay salida, sino un camino de enlace con otra línea. Los espacios se suceden. Subo escalas. Bajo otras. Más adelante, un largo corredor. Al fondo lo distingo. Se demora unos segundos con una mujer. Quiero llamarlo. Hago un cuenco con mis manos. Pero qué decir. José, así le gustaba que le dijéramos. Sin pensarlo me escucho pronunciando: ¡Hey! Avanzo y él se escabulle otra vez. Ella es de vejez prolongada. Jadeante, veo a unos pasos más allá la bifurcación del corredor. Dudo una respuesta en la mujer. Pero me mira como si estuviera hipnotizada y señala el aviso Ligne 2, y la dirección Porte Dauphine. Comprendo, entonces, que tengo una idea fija punzándome. Estoy persiguiéndolo por una expectativa aún no borrada. Para preguntarle por qué quiso mi presencia. Sé que la pidió, más tarde me confesaría mi hermana. Él había pronunciado, en su agonía, mi nombre. Acaso deseaba despedirse. Decirme una frase antes del final. Superar, en el transcurso de un corto diálogo, el abismo que siempre nos había separado. Si yo hubiera estado allá, en Medellín, si nuestras manos se hubieran tomado en señal de reconciliación, para los dos una especie de descanso habría sido posible. Oírlo hoy podría ser una alternativa. O tocarlo. O al menos verlo de cerca. Estoy traspasado por esa esperanza cuando lo atisbo de espaldas.
No lo llamo. Quiero convencerme de su identidad. Darle un breve golpe en el hombro. Hacerlo girar. Verificar sus facciones en silencio. Sin embargo, antes debo pasar por entre la gente. Compruebo con un terror feliz que tiene su altura delgada, el pelo gris. Incluso que mueve las manos de manera semejante, con el mismo ritmo preciso. A lo lejos escucho el aullido del tren.

Él se dirige a la orilla del andén, con una determinación que me asusta. Debo alcanzarlo. Proponerle que no suba al vagón. Decirle que soy su hijo. Invitarlo a que hablemos dos palabras. Pero lo que sigue es raudo. El tren sale del túnel como una lombriz de ojos desorbitados. Escucho gritos a mi alrededor. Y el hombre vestido de café se lanza a la carrilera. Un universo hecho de luces, voces y caras desconocidas me da vueltas. El tren ha parado con brusquedad y se desocupa vertiginosamente. Un loco, dice alguien a mi lado. Pero yo no veo a nadie. Sólo luces de vagones que empiezan a desvanecerse.

LA FRESA


Cuando la pruebas, tus labios se convierten en un esquicito manjar, manjar que desearías que nunca acabara.

La Fresa, dulce como azúcar, hace que te estremezcas con el solo hecho de pensar que cada mordisco te traerá un inmenso placer.

La sensación que se siente al introducir en tu boca un sabor tan dulce y amargo a la vez, hace que tus emociones aumenten y no seas capaz de evitar pensar en ese sabor tan delicioso que tiene la fresa.