Pablo Montoya nació en Barrancabermeja, Colombia en 1963. Es Poeta, narrador, músico y profesor universitario.
En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana.
Realizó estudios de música en la Escuela Superior de Música de Tunja. Hizo una licenciatura en Filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás de Aquino. Igualmente, una maestría y un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Sorbona (París).
Sus cuentos, sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus artículos de música y literatura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de Colombia, Latinoamérica y Europa. Actualmente es profesor de literatura de la Universidad de Antioquia y es el representante de Colombia ante el Comité Internacional de la Colección Archivos de la UNESCO.
Obras publicadas: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999 y 2004), Viajeros (1999), Razia (2001), La sed del ojo (2004).
La luz del vagón se estrella contra mis ojos. Me paro con torpeza. Desciendo. En el andén me sacudo para despertarme completamente. Bérault, leo en los avisos de letras blancas sobre fondo azul. La lucidez va llegando a pedazos y saco el mapa del metro. Empiezo a buscarme en él. Dónde me he dormido, me pregunto cuando un tren penetra en la estación. Trato de caminar. Los pies no me responden. Los siento enormes, pesados. Doy tres pasos, tropiezo y caigo en medio del vagón. La vergüenza de ser visto por los pasajeros me hace levantar de inmediato. Miro en derredor. Nadie se percata de mí. El timbre suena.
Tengo el tiempo suficiente para decidir mi rumbo, como si el invisible maquinista estuviera a la espera de mi resolución. No sé por qué vuelvo a descender. Pasan varios segundos. El ruido del tren se pierde en los túneles. Soy el único en la estación y, por un momento, me agrada estar solo. Respiro con amplitud el aire de Bérault. De pronto, pienso que el servicio del transporte ha terminado, porque los minutos continúan y nadie llega. El silencio me parece una cuerda tensa dispuesta a romperse. Pero, viniendo de lejos, un sonido emerge. Lo siento crecer, poco a poco, hasta que el tren aparece vomitado por la oscuridad subterránea.
El maquinista me mira cuando pasa a mi lado. Los vagones no se detienen. Vacíos, siguen de largo. Algo en mí se altera. El presentimiento surge. Aunque no es miedo, sino una intuición que apretuja mi pecho. Un instante más tarde, el tren de la vía contraria entra y para. Hay diferentes cabezas tras las ventanillas. Sólo una se voltea hacia mí en el momento de la detención. La certeza del reconocimiento es fulminante. Recorro, para cerciorarme, los vagones. La gente lee, duerme, conversa. Antes de llegar a la ventanilla, situada al frente mío, me doy cuenta de que mis dedos, de manos y pies, están encogidos. Confuso, veo un aviso publicitario sonreír, y quiero creer en esa felicidad plasmada en la pared y no en el hombre que está inmóvil, más allá, mirándome. No puede ser verdad, me digo. Entonces, el pito suena como un estruendo en la concavidad de la estación. Impulsivamente me levanto. Hago una señal. Le grito que no continúe, que baje y me espere. El tren arranca. Él gira hacia atrás su cabeza y levanta una de las manos. Una ansiedad súbita llena de calor mi cuerpo. No es cierto, fue hace más de diez años, me repito. Como si obedeciera una orden repentina me arrojo a la carrilera. Con tres pasos largos alcanzo la otra orilla. Los minutos son extensos en la espera. Tengo una posibilidad: seguirlo. Es lo que ha dicho, además, con su mano. Tal vez lo encuentre. Me aferro con frenesí a esa alternativa del azar. Otro tren irrumpe. Las puertas se abren desde adentro. Una mujer duerme, apoya su cabeza sobre la ventanilla, y la saliva asoma por la comisura de los labios. Alguien más, sin rostro, lee una revista. Nadie percibe la desesperación de mis gestos. Y de nuevo son los túneles. Las ruedas mordiendo los rieles. Y yo ruego por la aparición de una circunstancia milagrosa que produzca el encuentro.
En St-Mandé abro las puertas. Inspecciono. Acaso esté saliendo, me digo. Quizá pueda verlo sentado en una de las bancas, esperándome. Observo hacia el otro lado. Es probable que se haya pasado, que yo vaya tras él en la dirección contraria, como si estuviéramos jugando a perseguir y jamás alcanzar. Pero ningún rostro tiene algo suyo. En Nation, el timbre siempre tronando, una intuición acelerada me hace girar hacia uno de los rincones del andén. Antes de voltear en una de las salidas, reconozco su espalda, el color café del vestido. Salgo. Las puertas se cierran. Me aprisionan medio cuerpo. Grito. Mi voz se opaca con el ruido del motor. Un hombre desde adentro se levanta y me ayuda a liberar. Siento los brazos encalambrados cuando las puertas, a modo de tenazas, me sueltan. No debo perder ni un segundo, ni siquiera pretendo agradecer. No obstante, levanto los ojos hacia quien me ha auxiliado, y escucho con claridad que me dice: ¡apresúrese! Mi corazón se desboca. Llego al final del andén. No hay salida, sino un camino de enlace con otra línea. Los espacios se suceden. Subo escalas. Bajo otras. Más adelante, un largo corredor. Al fondo lo distingo. Se demora unos segundos con una mujer. Quiero llamarlo. Hago un cuenco con mis manos. Pero qué decir. José, así le gustaba que le dijéramos. Sin pensarlo me escucho pronunciando: ¡Hey! Avanzo y él se escabulle otra vez. Ella es de vejez prolongada. Jadeante, veo a unos pasos más allá la bifurcación del corredor. Dudo una respuesta en la mujer. Pero me mira como si estuviera hipnotizada y señala el aviso Ligne 2, y la dirección Porte Dauphine. Comprendo, entonces, que tengo una idea fija punzándome. Estoy persiguiéndolo por una expectativa aún no borrada. Para preguntarle por qué quiso mi presencia. Sé que la pidió, más tarde me confesaría mi hermana. Él había pronunciado, en su agonía, mi nombre. Acaso deseaba despedirse. Decirme una frase antes del final. Superar, en el transcurso de un corto diálogo, el abismo que siempre nos había separado. Si yo hubiera estado allá, en Medellín, si nuestras manos se hubieran tomado en señal de reconciliación, para los dos una especie de descanso habría sido posible. Oírlo hoy podría ser una alternativa. O tocarlo. O al menos verlo de cerca. Estoy traspasado por esa esperanza cuando lo atisbo de espaldas.
No lo llamo. Quiero convencerme de su identidad. Darle un breve golpe en el hombro. Hacerlo girar. Verificar sus facciones en silencio. Sin embargo, antes debo pasar por entre la gente. Compruebo con un terror feliz que tiene su altura delgada, el pelo gris. Incluso que mueve las manos de manera semejante, con el mismo ritmo preciso. A lo lejos escucho el aullido del tren.
Él se dirige a la orilla del andén, con una determinación que me asusta. Debo alcanzarlo. Proponerle que no suba al vagón. Decirle que soy su hijo. Invitarlo a que hablemos dos palabras. Pero lo que sigue es raudo. El tren sale del túnel como una lombriz de ojos desorbitados. Escucho gritos a mi alrededor. Y el hombre vestido de café se lanza a la carrilera. Un universo hecho de luces, voces y caras desconocidas me da vueltas. El tren ha parado con brusquedad y se desocupa vertiginosamente. Un loco, dice alguien a mi lado. Pero yo no veo a nadie. Sólo luces de vagones que empiezan a desvanecerse.